martes, 12 de enero de 2016

El placer psicológico de comer

Nauru es una isla de la Micronesia de poco más de 20 kilómetros cuadrados que tiene el dudoso honor de ser el lugar del mundo donde hay un mayor porcentaje de obesidad: casi el 95% de sus 10.000 habitantes. No es solo un problema local: de la lista de los diez países con más obesos, ocho son islas del Pacífico. Esta coincidencia se puede explicar porque los primeros humanos que llegaron tuvieron que sobrevivir una larga travesía marítima, durante la que murieron de hambre la mayoría de exploradores. Solo los que tenían la suerte de poder pasar con menos comida salieron adelante. Esto es un ejemplo de embudo evolutivo, un hecho dramático concreto que selecciona a los individuos más adaptados a las condiciones extremas del entorno, en este caso la falta de alimentos.

Pero con el paso de los años, el metabolismo lento de los colonos que habían logrado establecerse en las islas se ha vuelto en su contra. Cuando adoptaron la dieta occidental moderna, tan hipercalórica, acumularon los excedentes en forma de grasa. El resultado es una epidemia de enfermedades relacionadas con un alto índice de masa corporal, que hace que la esperanza de vida de estas poblaciones haya bajado en picado.

Esta historia se cuenta en las universidades no solo como ejemplo práctico de cómo los humanos estamos sometidos a las leyes de la selección natural, como cualquier otro ser vivo, sino también como prueba de la importancia que tiene el metabolismo de cada uno en el mantenimiento de un peso ideal. Hay gente que con pocas migajas satisface los requerimientos metabólicos básicos de su cuerpo (y, como los colonos de la Micronesia, engorda enseguida), mientras que otros necesitan ingerir mucho más para cubrir los mínimos. Ser de los primeros ha sido una ventaja durante la mayor parte de la historia de la Humanidad, cuando tener un plato en la mesa tres veces al día se podía considerar un lujo para mucha gente. En cambio, ahora son los segundos quienes pueden considerarse afortunados, porque evitan los conflictos del sobrepeso.

Aunque podría parecer que acabamos de reducir la grave plaga de obesidad que sufren los países desarrollados a una simple predisposición bioquímica y genética, la realidad es que el problema es sobre todo psicológico. Comemos porque tenemos sensación de hambre, es cierto, pero una vez superada la necesidad primaria de alimentarnos, entramos en una fase de recompensa similar a la que obtendríamos con cualquier droga: hartarse es un placer neurológico. Es la forma que tiene la naturaleza de asegurar que acumularemos energía para cuando vengan tiempos difíciles. Estamos biológicamente programados para comer tanto como podamos cuando hay oportunidad, por eso nos cuesta resistirse a ello. La evolución no había previsto que lograríamos solucionar con tanto acierto el problema de la escasez habitual de recursos, y ahora sufrimos las consecuencias.

Si tenemos esto presente, entenderemos que las dietas funcionan o no dependiendo sobre todo de cómo resuelven el factor psicológico. Adelgazar es solo una cuestión de ingerir menos calorías de las que gasta el cuerpo, no hay ningún otro truco, pero esto es más fácil decirlo que hacerlo, sobre todo si eres de los 'afortunados' que tienen un metabolismo al ralentí. Luchar contra el impulso de seguir comiendo puede ser una auténtica tortura. Un estudio reciente publicado en la revista 'Cell' puede haber encontrado la solución definitiva. Estudiando las dietas y las reacciones biológicas de 800 voluntarios, unos científicos del Weizmann Institute de Israel se dieron cuenta de que los niveles de glucosa en sangre varían mucho de persona a persona a pesar de haber ingerido los mismos alimentos. La consecuencia es que la sensación de saciedad, que viene determinada precisamente por la glucosa, es muy diferente. Esto quiere decir que mientras alguien se puede sentir llenísimo comiendo un bistec, a otro le parecerá poca cosa, aunque la energía consumida es exactamente igual. Así pues, el régimen perfecto será el que logre hartarte con el menor número de calorías y, según este estudio, esto requeriría personalizar el tipo de alimentos para saber cuáles te hacen subir más la glucosa.

Espero no haberos amargado lo que queda de fiestas con estas disquisiciones sobre regímenes ideales y obesidad. Aunque es cierto que es un problema importante al que no prestamos suficiente atención, no pasará nada si nos entregamos, otra vez, a los excesos propios de las fiestas y a disfrutar del placer de acumular miles de calorías (acompañados de los seres queridos, que también ayuda). Pero a partir de pasado mañana, es deseable que intentemos volver a hacer bondad. Nos jugamos la salud.


[Publicado en El Periódico, 30/12/15. Versió en català.]