lunes, 29 de febrero de 2016

Sobre el sexo y la igualdad

El sexo es un gran invento. Desde el punto de vista biológico, quiero decir. Lo hacen los pájaros, lo hacen las abejas e incluso las plantas y las bacterias. Si la evolución no hubiera dado con este sistema para conseguir que los seres vivos se multipliquen, la Tierra no disfrutaría de la inmensa diversidad que actualmente la puebla. Y a pesar de su impacto fenomenal, la idea básica es muy simple. Porque si prescindimos de toda la parafernalia que lo rodea, desde la complejidad morfológica de los aparatos reproductores a los coloreados rituales de apareamiento, el sexo no deja de ser un mecanismo para mezclar fragmentos de ADN, lo que, como consecuencia, crea combinaciones únicas en cada nueva generación.

Uno de los efectos secundarios del sexo es que fuerza la distinción de dos subtipos dentro de una misma especie, lo que llamamos machos y hembras. La principal divergencia entre ellos es el papel que adoptan en el intercambio de información genética que tiene lugar durante la actividad sexual. Pero en la mayoría de animales esto también está relacionado con una serie de atributos físicos que condicionan muchas de las funciones de aquel individuo, entre ellas las relacionadas con cómo contribuye a la gestación y el cuidado de las crías. Así es como nos ha hecho la Naturaleza. Claro que a nosotros, los humanos, nos importan un bledo los planes que tenía la Naturaleza. Nos ha costado unos cuantos milenios, pero al final hemos encontrado la forma de aproximarnos a todo lo que rodea al sexo de la manera que más le conviene a cada uno, independientemente de los dictados de la biología. O al menos, eso es lo que se supone que ocurre en las sociedades avanzadas.

Rebelarnos contra el encasillamiento social por motivos sexuales es uno de los hitos de la cultura moderna, pero a veces nos lleva a negar obviedades. La principal: que hombres y mujeres somos diferentes. La ciencia es la primera que crea confusión. Por ejemplo, un estudio de noviembre del año pasado, realizado en 1.400 voluntarios, concluía que los cerebros de los hombres y las mujeres son físicamente muy parecidos. Algunos lo han considerado como la prueba definitiva de que la mujer no es inferior intelectualmente al hombre, como por desgracia se ha defendido durante siglos, pero eso ya lo sabíamos hace tiempo. Los mismos autores lo vendían como el fin de la distinción entre macho y hembra, que quizá es un poco excesivo. No debemos perder de vista que hay tendencias y susceptibilidades más frecuentes en uno de los dos sexos que no se pueden explicar solo por la presión social. Este trabajo en realidad no nos dice que no haya ciertas peculiaridades cerebrales ligadas al género, sino que su razón no es macroscópica.

A nivel genético, los determinantes de las diferencias también son sutiles. Hace un par de años, un grupo de científicos demostró que solo se necesitan dos genes del cromosoma Y (el que es propio de los hombres) para que un ratón macho pueda tener descendencia. A finales de enero, el mismo equipo iba un poco más lejos: habían logrado sustituir la función de estos dos genes activando otros que hay en el cromosoma X (del que las mujeres tienen dos copias). Así demostraban que, si ayudamos con técnicas de reproducción asistida, podríamos prescindir totalmente del cromosoma Y por el sexo. Esto se ha interpretado como una estocada mortal al símbolo máximo de la masculinidad, como si el hecho de que sean necesarios pocos genes para una de las funciones específicas del hombre sea un demérito. En el genoma tenemos más de un gen sin el cual no dejaríamos de ser un embrión a medio formar. Y más de uno sin el cual no viviríamos pasada la adolescencia. Que solo un par de genes justifique que haya una división de géneros no quiere decir que las distinciones entre uno y otro no sean sustanciales.

Tal vez solo estamos separados por un cromosoma medio anquilosado, pero es una de las cosas que hacen que la vida en este planeta sea tan interesante. Somos físicamente diferentes, tenemos intereses y deseos diferentes, y nos comportamos de manera diferente, y eso no tiene nada de indeseable. A veces nos obsesionamos en encontrar justificaciones científicas para una igualdad biológica entre sexos que ni existe ni nos solucionará ningún problema. En lugar de eso, deberíamos reconocer primero que estas diferencias son reales y luego dejar que cada uno las gestione como mejor le parezca, sin que sirvan nunca de excusa para dirigir o limitar las opciones y las elecciones de ninguna persona. No se trata de conseguir que todos los hombres y las mujeres hagamos exactamente lo mismo, sino de que todo el mundo pueda hacer lo que le apetezca como le apetezca, al margen de las imposiciones genéticas o del condicionamiento social al que estamos sometidos desde que nacemos. Esta es la verdadera igualdad a la que debemos aspirar. 

[Publicado en El Periódico, 21/02/16. Versió en català.] 

martes, 23 de febrero de 2016

Dios y el nacimiento de la justicia

Uno de los problemas que ha planteado la filosofía a lo largo de los siglos es hasta qué punto el hombre es un animal moral. ¿Nacemos con un sentido de justicia impreso en los circuitos o la adquirimos gracias a la socialización? Es un interés comprensible, porque esta es uno de los eslabones esenciales para la cooperación entre humanos, sin la cual no podría existir ninguna forma de cultura o progreso. Como en muchos otros terrenos que antes estaban reservados a pensadores que proponían hipótesis en un entorno puramente teórico, ahora la ciencia nos permite atacar este tipo de dudas usando una aproximación experimental, centrada en datos reproducibles, que nos proporciona respuestas más ajustadas a la realidad que las de los filósofos clásicos.

Uno de estos estudios lo hicieron recientemente un grupo de psicólogos dirigido por Katherine McAuliffe, del Boston College, en Massachusetts. Su objetivo era entender a qué edad se forma el concepto de justicia en nuestra mente y si hay diferencias que vengan determinadas por el entorno cultural. Muchos de los análisis sobre el tema se han limitado a examinar habitantes de zonas industrializadas de Occidente, por eso esta vez optaron por hacerlo con casi 2.000 niños de siete países diferentes, distribuidos en tres continentes (Estados Unidos, Canadá, México, Perú, India, Senegal y Uganda), y con variedad de religiones (católicos, protestantes, hindús, musulmanes) y entornos (rural y urbano). Tenían edades comprendidas entre los 4 y los 15 años, y los agruparon en parejas.

Uno de los voluntarios escogía como repartir unas golosinas: a partes iguales, o la mayoría para uno de ellos y solo unas pocas para el otro. Su compañero debía decidir entonces si aceptaba la oferta o no. Si decía que sí, se podían comer los caramelos que les habían tocado; en caso negativo, ninguno de los dos recibía el premio. El ejercicio permite comprobar de forma sencilla las bases morales de los chicos, ya que los repartos desiguales generan respuestas de rechazo con más frecuencia cuando se empieza a tener claro el concepto de lo que es justo y lo que no.

Los resultados de la prueba, publicados en la revista 'Nature' el pasado mes de noviembre, son interesantes. Para empezar, los niños de todos los países analizados desecharon los ofrecimientos que les ponían a ellos en desventaja, no muy a menudo cuando tenían 4 años pero cada vez más a medida que aumentaba la edad de los participantes. Este incremento era siempre obvio, aunque en lugares como México evolucionaba lentamente.

De aquí se puede deducir que el sentido de justicia aparece transversalmente y aproximadamente a la misma edad, y también que las normas se acaban solidificando alrededor del inicio de la escolarización básica. Pero en Estados Unidos, Canadá y Uganda, surgía otro fenómeno: los chicos mayores también manifestaban su negativa si los beneficiados en la propuesta del repartidor eran ellos mismos.

Quejarse por recibir un trato injusto es una reacción universal y espontánea que se desarrolla en breve, mientras que el impulso de defender al prójimo tarda en emerger, con toda seguridad porque depende de factores culturales. Hay que tener presente que la mayoría de países exhiben esta segunda variante de justicia, lo que quiere decir que en los casos que no se forma durante la niñez, lo debe hacer a partir de la adolescencia. Que el sentido de lo que es justo varíe según las sociedades, al menos en los matices, ya se sabía. Pero este estudio demuestra que las discrepancias resultan evidentes desde los años formativos y que, a pesar de que algunas partes del concepto se diría que tienen una fuerte influencia cultural, otras quizá no tanto.

Se podría pensar que un motivo de las divergencias es la variedad en las religiones que han alimentado la creación de las diversas culturas. Pero a pesar de que las creencias parecen diferentes, todas tienen algo en común: la existencia de una o varias entidades omniscientes que castigan a los que se desvían de lo que es justo. En cambio, en los grupos de humanos primitivos, poco numerosos, las divinidades estaban más ligadas a la naturaleza y menos en las relaciones sociales.

A pesar de todo el daño que la religión organizada ha hecho a lo largo de los siglos, algunos proponen que jugó un papel indispensable en el principio del establecimiento de las sociedades, reforzando la implantación de un sistema justo que permitía la cooperación a gran escala. Posiblemente debido a esta necesidad ahora entendemos la justicia de manera similar en todo el mundo. Los animales, al menos los más evolucionados, también tienen un concepto de justicia primario. Pero quizá lo que nos diferencia de ellos es que hemos conseguido creer en dioses autoritarios, en el formato que sea, y bajo su vigilancia hemos sido capaces construir un tejido social enormemente complejo
[Publicado en El Periódico, 11/7/15. Versió en català.]